He
de advertir de antemano que toda Antología presupone y parte de un
error, el de convertir la literatura escrita en un vano y gratuito
torneo de fantasmales fuegos fatuos, en el que lo subjetivo y
arbitrario obra por fuerza y por sobre otra consideración. Pero
sucumbo, negando mis principios, a la tentación de ofrecer un puñado
de preferencias como un compendio irreductible, con la finalidad, no
sé si errónea o acertada por encima de toda otra valoración, de
conmover y tensar el arco, pues una de las más tristes asechanzas
que de continuo ensombrecen y amenazan a la literatura de creación,
es dormirse como lira muy de sí pagada, y apagada, en el cobijo más
horro y adormecido de un supuesto ya por siempre ideal laurel de
Baco. Allá cada quien con las suyas.
Una
vez dicho esto, paso de seguidas a lo que importa. He aquí mi
reposada y decidida recolección de grandes relatos y cuentos.
1.
Cervantes. Ya sé que juego con la evidencia de una muy personal
gravitación, pero no puedo prescindir en ningún caso ni concierto
de este para mí tan querido autor. Y dentro de sus novelas
ejemplares, la que elijo y propongo como proemio de avaro lector de
cuentos e introducción o parnaso para mí incontrovertible de esta
supuesta antología, es su “Coloquio de los perros”. Porque,
además de la intimidad coloquial que encierra, es una obra maestra,
bajo apariencia natural, y hasta perrunamente natural y banal, de lo
más íntimo y profundo de la condición humana. Lo que Berganza y
Cipión, perros de alcurnia anónima y callejera, llevan a cabo
hablando y discurriendo entre sí, se constituye en una de las cimas
de la humana reflexión, justamente, pienso yo, porque se lleva a
cabo por perros humanos, que son humanas sombras, en el lenguaje
simple y humano de los fantasmas perrunos del diablo y de Dios, que
somos todos.
2.
En segundo lugar sitúo otra de mis sensibles preferencias, Dickens,
para que se vaya viendo y advirtiendo lo que cualquier antología
esconde de trampa de personal vanidad y cohetería. Y dentro de la
producción de cuentos de este no menos querido autor, propongo, pues
de cuantas veces lo leí nunca supe del todo quedarme con, digamos,
la evanescencia de su evidencia, o esa extrañeza que nos obliga a
leer y releer una y otra vez lo leído y nunca al completo
aprehendido, hasta la extenuación, digo y propongo, que se me va con
la emoción o peana del equipaje el santo al cielo, su cuento
titulado “El Guardavías”. Las razones de esta elección, más o
menos ya quedan, en lo tan confusamente dicho, reveladas.
3.
Chejov. He aquí un autor que a fuer de no leído y escondido, o a
causa tal vez de su casi confidente naturalidad de narrador discreto
y sobre sí abierto y cerrado, es, para el que suscribe, el maestro
de maestros de los cuentos, y tan es ello así, que pareciera, al
sentir y no discurrir sus narraciones, a la vez de mano y guante, que
las más veces disparara la flecha al arco, y no el arco a la flecha,
como tiene que ser, quiero decir, que la genialidad no admite
disputas de piratas por corsarios. Y de Chejov elijo, porque alguno
hay que elegir, no porque la elección a ello me obligue, su cuento
“El monje negro”, en el que, bajo el discurso corriente y
moliente de una simple vida, late la humanidad grande, esa locura o
entraña sensibilísima, o fatalidad solitaria, triste, inicial y
final, como una piedra en el alma, de todos y cada uno de nosotros.
4.
Poe. Con este reconocido autor se podría, como el que siega por
trigo hambre, ir directamente al grano, y elegir este cuento, o el
otro, o el de más allá, con el consabido rumor como eco de aplauso
en la distancia. Porque Poe es todo Poe, y siempre Poe, en cada uno
de sus relatos, como el infierno es el infierno cuando soñamos el
cielo como lector. Mas mi elección va recaer sobre uno de sus
cuentos que aparenta no confinar con sus, se cree, pero no es así,
sus consabidos límites. El titulado, “El hombre de la multitud”.
¿O soy yo quien yerra al considerar los designios personales, como
caminos de su oscura razón? Ante la duda, la inclinación del
sentimiento es testaruda. Y cuantas veces leí este cuento, me sentí
aludido como caminante que de sí a sí regresa, pero sin haberse de
sí movido, y todas las veces sorprendido en ese billar confuso o
difuso que tenemos como mente, y algo más, como si hubiera sido
descubierto de no sé qué en mitad de un descampado, a la vista de
todos, o de un escaparate, y sin haber hecho nada, o casi nada.
5.
Andersen. A este cuentista lo elijo y propongo por sus méritos de
narrador íntimo, narrador al oído, nada secreto, y hasta de razón
por razón fungible. Mas nada más erróneo ni alejado de su
esencialidad. Andersen no narra, como aparenta hacernos creer, para
los niños, sino para la conciencia infantil de los humanos de hoy
por siempre y para siempre, que niños nacemos, y niños vivimos
ocultos en niños de niños, y niños al cabo y fin morimos. Y lo que
de tal guisa no lo entienda un niño, no lo entiende en conclusión y
consecuencia nadie. Y para pecar de “original”, dado que los
niños piensan con cuanto sienten, y observan lo inefable con los
recuerdos, elijo su cuento “La Sirenita”. Además valga su
inclusión como representante eximio de los llamados cuentos
populares, y de autores tales, como el anónimo creador de “Las mil
y una noches·, Chaucer, Perrault, El infante don Juan Manuel,
Bocaccio, los hermanos Grimm, etc.
6.
W. Irving. He aquí un autor tildado, con buena o mala fe, de
corriente, y hasta con fe regular, de moliente. Es lo mismo. La
calificación creadora, no implica caridad creativa. Se acierta, o no
se acierta. Y en el mundo más aun vagoroso que vasto de los cuentos,
el acierto es reconocible y reconocible, y no hay más. Pues no caben
préstamos de amor, donde no hay prendas de lo mismo. Y unas veces
habla el destino por común que herida conciencia, y otras también.
Y de este autor, y como si lloviera me estoy oyendo hablar a mí
mismo, me quedo con su “Rip van Winkle”. Y que la vida nos sonría
en la balanza.
7.
Hawthorne. Escritor de especiales sorpresas. Es sorprendente que nos
alcance su escritura en ese preciso instante en que estamos
conversando con el bondadoso, y de algún extraño modo feliz,
entuerto tibio, casi incinerado de luz, y también de su consabida
noche, de nosotros, a saber, que después de haber leído a este
autor, nos asalta la ebriedad de nuestra ancestral cuna, como si nos
estuvieran hablando y señalando con el índice extendido, desde un
púlpito, pero no de iglesia, de intimidad, lo justo de elocuente, y
acendrada. Algo así como un milagro de expresividad inmanente, no
trascendente, y conseguido con una elementalidad de muro y de medias
palabras. Belleza singular, en estado puro. Y el cuento elegido es,
“Wakefield”.
8.
Melville. Autor memorable, pero nunca del todo ni por todos
debidamente reconocido. El mismo fue consciente de esta inexplicable
orfandad de correspondencia entre su fasto y su talento. Léase, sin
sentimientos, o resentimientos, preconcebidos, su inefable novela
“Pierre o las ambigüedades”. Una inapelable y solitaria obra
maestra. Autor empecinado en ser distinto, y distinto. Autor de cuyas
sombras emanan sombras, que son sombras que irrazonablemente alumbran
como sombras, que son luz. De sus narraciones cortas, lo sabe hasta
el gato de la esquina, es inmortal su “Bartleby, el escribiente”.
En alguna medida, anticipa a Kafka.
9.
Tolstoi. Su relato “La muerte de Ivan Ilich” es un prodigio de
expresividad. Vemos y tocamos la muerte con las manos, manos de
incredulidad de locos por ciegos, con las que tantas veces la hemos
tocado, o más bien, con las manos con que tantas veces hemos pensado
la muerte, y casi la hemos tocado. Pura esencia y disfrute de
genialidad, de genialidad, o rutina que se vuelve serpiente de
repentina genialidad, en los pequeños detalles.
10.
Lewis Carroll. Autor olvidado, y hasta denostado, precisamente por la
rotundidad envolvente y casi familiar de su genio. Convierte el
lenguaje en maravilla de compás. Es decir, en maravilla secuente e
inconsecuente, del derecho por revés, cotidiana y familiar. Su
“Alicia en el país de las maravillas”, supone una explosión
destilada y soberbia, con mantel y cubertería, con palabras que
cuentan y cuentan, y fuego en la chimenea. Una auténtica revolución
de nubes, hasta en los puntales.
11.
Stevenson. Qué decir de un creador a quien los moradores hircanos de
Samoa llamaban “el cuenta cuentos”. Creador inevitable, de una
pieza. Su prosa es redil undoso dentro de un universo circunflejo y
de urdidos relatos, y relatos, y relatos. Es el narrador de la
costumbre de oír narrar y contar por excelencia. Su “Doctor Jekyll
y mister Hide”, no admite comparación. Uno se sumerge en el allá
de su lectura, que es la nuestra, y se acabó.
12.
Thomas Mann. Escritor intelectual, pero humano hasta la pulpa de la
concha. Creador preciso, pero indefinible. Sus aciertos son hitos
memorables. Su narración breve “Tonio Kroge”, constituye una
piedra miliar en la literatura sin adjetivos. Pura humanidad, pura
diafanidad de los sentimientos, pura soledad inevitable, pura
tristeza.
13.
James Joyce. Escritor determinante. Sus creaciones no conmueven los
sentimientos, pero sí la razón, no menos sentimental con su locura,
de esos sentimientos. Su cuento titulado “Los muertos”, no
demuestra nada, pero lo intelectualiza hasta los mismos bordes de esa
nada como humana totalidad, y lo muestra y significa, y dignifica,
todo. Totalidad de vida y muerte, en la familiaridad serena de un
pocillo.
14.
Kafka. Creador de los que se dan uno en cada extraño de todos, de
todos que somos todos y cada uno de nosotros. Creador tan necesario
como la muerte para la vida, como la vida para la muerte, como el
sufrimiento para la lucidez de la nada, sin más evidencias ni
resentimiento, creador tan necesario como la memoria y el olvido,
como la rotundidad de un árbol, como Homero. Su “La metamorfosis”,
es una narración imprescindible, como una comparación sin como,
total, lo que es y no es, mitad por mitad, o mitad por entera,
irrefutable. Su cuento “La condena” constituye el alegato más
extrañamente lúcido de la historia de la literatura.
15.
Y como no podría, porque me resulta imposible lo que es imposible, y
para mí tengo por imposible lo que me recuerda como posible lo que
me pareció imposible, en fin, que no está en mí rematar una
relación de creadores sin introducir y señalar a como sea o sea a
mi creador que me señala permanentemente con la identidad, mi
identidad olvidada recordada, de su distingo, de mi sentimiento casi
de tan mío irreal, en fin, repito, que no puedo concluir este pulso
de “palabras historias”, sin señalar por su nombre, sin
corifeos, y sea como sea, a Proust. Que me perdone su abuela santa.
Ahí va.
En
la primera parte de “Por el camino de Sawnn”, Proust proclama y
configura su teoría estética, que simboliza en el tan conocido
referente del sabor de la magdalena y la taza de té, teoría que
culmina y se plasma al fin en una revelación emocionante. Dice
concretamente Proust:
LA
REVELACIÓN
Hubo
un día, sin embargo, en que tuve una sensación de ésas, y no la
abandoné sin haberla profundizado un poco; nuestro paseo se había
prolongado mucho más de lo ordinario, y a la mitad del camino de
vuelta nos alegramos mucho de encontrarnos con el doctor Percepied,
que pasaba en su carruaje a rienda suelta y nos conoció y nos hizo
subir a su coche. A mí me pusieron junto al cochero; corríamos como
el viento, porque el doctor aún tenía que hacer una visita en
Martinville le Sec; nosotros quedamos en esperarle a la puerta de la
casa del enfermo. A la vuelta de un camino sentí de pronto ese
placer especial, y que no tenía parecido con ningún otro, al ver
los dos campanarios de Martinville iluminados por el sol poniente y
que con el movimiento de nuestro coche y los zigzag del camino
cambiaban de sitio, y luego del Vieuxvicq, que, aunque estaba
separado de los otros dos por una colina y un valle colocado en una
meseta más alta de la lejanía, parecía estar al lado de los de
Martinville.
Al
fijarme en la forma de sus agujas, en lo movedizo de sus líneas, en
lo soleado de su superficie, me di cuenta de que no llegaba hasta lo
hondo de mi impresión, y que detrás de aquel movimiento, de aquella
claridad, había algo que estaba en ellos y que ellos negaban a la
vez.
Parecía
que los campanarios estaban muy lejos, y que nosotros nos acercábamos
muy despacio, de modo que cuando unos instantes después paramos
delante de la iglesia de Martinville, me quedé sorprendido. Ignoraba
yo el porqué del placer que sentí al verlos en el horizonte, y se
me hacía muy cansada la obligación de tener que descubrir dicho
porqué; ganas me estaban dando de guardarme en reserva en la cabeza
aquellas líneas que se movían al sol, y no pensar más en ellas por
el momento. Y es muy posible que de haberlo hecho, ambos campanarios
se hubieran ido para siempre a parar al mismo sitio donde fueran
tantos árboles, tejados, perfumes y sonidos, que distinguí de los
demás por el placer que me procuraron y que luego no supe
profundizar. Mientras esperábamos al doctor, bajé a hablar con mis
padres. Nos pusimos de nuevo en marcha, yo en el pescante como antes,
y volví la cabeza para ver una vez más los campanarios que un
instante después tornaron a aparecerse en un recodo del camino. Como
el cochero parecía no tener muchas ganas de hablar y apenas si
contestó a mis palabras, no tuve más remedio, a falta de otra
compañía, que buscar la mía propia, y probé a acordarme de los
campanarios. Y muy pronto sus líneas y sus superficies soleadas se
desgarraron, como si no hubieran sido más que una corteza; algo de
lo que en ellas se me ocultaba surgió; tuve una idea que no existía
para mí el momento antes; que se formulaba en palabras dentro de mi
cabeza, y el placer que me ocasionó la vista de los campanarios
creción tan desmesuradamente, que, dominado por una especie de
borrachera, ya no pude pensar en otra cosa. En aquel momento, cuando
ya nos habíamos alejado de Martinville, volví la cabeza, y otra vez
los vi, negros ya, porque el sol se había puesto. Los recodos del
camino me los fueron ocultando por momentos, hasta que se mostraron
por última vez y desaparecieron.
Sin
decirme que lo que se ocultaba tras los campanarios de Martinville
debía de ser algo análogo a una bonita frase, puesto que se me
había aparecido bajo la forma de palabras que me gustaban, pedí
papel y lápiz al doctor y escribí, a pesar de los vaivenes del
coche, para alivio de mi conciencia y obediencia a mi entusiasmo, el
trocito siguiente, que luego me encontré un día, y en el que apenas
he modificado nada:
“Solitarios,
surgiendo de la línea horizontal de la llanura, como perdidos en
campo raso, se elevaban hacia los cielos las dos torres de los
campanarios de Martinville. Pronto se vieron tres: porque un
campanario rezagado, el de Vieuxvicq, los alcanzó y con una atrevida
vuelta se plantó frente a ellos. Los minutos pasaban; íbamos
aprisa y, sin embargo, los tres campanarios estaban allá lejos,
delante de nosotros, como tres pájaros al sol inmóviles, en la
llanura. Luego, la torre de Vieuxvicq se apartó, fue alejándose, y
los campanarios de Martinville se quedaron solos, iluminados por la
luz poniente, que, a pesar de la distancia, veía yo jugar y sonreír
en el declive de su tejado. Tanto habíamos tardado en acercarnos,
que estaba yo pensando en lo que aún nos faltaría para llegar,
cuando de pronto el coche dobló un recodo y nos depositó al pie de
las torres, las cuales se habían lanzado tan bruscamente hacia el
carruaje, que tuvimos el tiempo justo para parar y no toparnos con el
pórtico. Seguimos el camino; ya hacía rato que habíamos salido de
Martinville, después que el pueblecillo nos había acompañado unos
minutos, y, aún solitarios en el horizonte, sus campanarios y el de
Vieuxvicq nos miraban huir, agitando en señal de despedida sus
soleados remates. De cuando en cuando uno de ellos se apartaba, para
que los otros dos pudieran vernos un momento más; pero el camino
cambió de dirección, y ellos, virando en la luz como tres pivotes
de oro, se ocultaron a mi vista. Un poco más tarde, cuando estábamos
cerca de Combray y ya puesto el sol, los vi por última vez desde muy
lejos; y no eran más que tres flores pintadas en el cielo, encima de
la línea de los campos. Y me trajeron a la imaginación tres niñas
de leyenda, perdidas en una soledad, cuando ya iba cayendo la noche;
mientras que nos alejábamos al galope, las vi buscarse tímidamente,
apelotonarse, ocultarse una tras otra hasta no formar en el cielo
rosado más que una sola mancha negra, resignada y deliciosa, y
desaparecer en la oscuridad”.
No
he vuelto a pensar en esta página; pero recuerdo que en aquel
momento, cuando en el rincón del pescante donde solía colocar el
cochero del doctor un cesto con las aves compradas en el mercado de
Roussainville la acabé de escribir, me sentí tan feliz, tan libre
del peso de aquellos campanarios y de lo que ocultaban, que, como si
yo fuera también una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a
cantar grito pelado.
FIN