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miércoles, 17 de abril de 2013

La Celestina, obra maestra


LA CELESTINA, OBRA MAESTRA

Voy a tratar de señalar algunos aspectos que, a mi entender, configuran La Celestina, de Fernando de Rojas, en la categoría de obra maestra.
Primero. Habrá de resaltarse su novedad, su eclosión, en el panorama de su tiempo de las obras de creación literaria en lengua castellana, destacando y analizando unos y otros aspectos en que se asienta y conforma la misma
Segundo. Se considerará, dentro de los límites que se nos alcanzan en relación con su entramado histórico, cultural, lingüístico y de creación dentro del género a que tal obra corresponde, el porqué de su insólita aparición, y sobre todo, el que su publicación fuere posible, dado lo revolucionario y transgresor de su lenguaje y contenido, en una época (año 1499) en que dicha aparición tuvo lugar, cuando la censura era la norma a la que debían atenerse y someterse (albores de la Inquisición) todas las obras escritas con finalidad o proyección social, máxime si trataban o apuntaban siquiera aspectos referidos a la religión, las costumbres sociales, de castas, de poder, etc, aunque buscasen ampararse en nominales subterfugios de género, como comedia, tragicomedia, pues aún hoy día los estudiosos no se ponen de acuerdo en tales o cuales consideraciones y calificaciones.
Tercero. Se expondrá un breve apunte acerca de la carencia tanto de antecedentes precursores como de continuadores literarios, haciendo hincapié en el extraño, cuando no misterioso, ocaso subsiguiente de su autor, al parecer, judío converso, que se avecindó posteriormente hasta el fin de sus días en Talavera la Real, y del que se tiene escasas noticias acerca de su vida, y ninguna, porque ninguna consta que hubiere, de su obra posterior. Extremos, ambos, que no dejan de resultar, cuando menos también, curiosos y dignos de una mínima atención.
A fin de encuadrar con la precisión temporal que nos facilite el análisis y valoración de citada obra, señalaremos unas determinadas fechas de referencia en relación con otras tantas obras destacadas en la historia de la literatura en lengua castellana.
El Poema del Mío Cid, data del año 1150, aproximadamente.
El Conde Lucanor, de don Juan Manuel, del año 1335.
La Celestina, ya citada, del año 1499.
El Lazarillo de Tormes, es publicado en el año 1554
El Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, data del año 1597
El Quijote de la Mancha (primera parte), es del año 1605.
Cito estas obras, al considerarlas hitos decisivos en la creación literaria castellana, y consiguientemente como aportaciones señeras de su evolución decisiva.
Se puede apreciar, nada más que con seguir por su orden las referencias de aparición de las citadas obras, que los antecedentes de La Celestina, en comparación con la importancia de su aporte de novedad y originalidad, que iremos detallando, son más bien escasos. No digo que El Poema del Mío Cid no contenga en germen ya las bases y entretelas vivísimas de nuestra lengua, y su propensión directa y esencial, austera pero de una potencialidad concentradísima, hacia la obra de creación literaria. Es más, en el Poema del Mío Cid se contienen los fundamentos de, digamos, austera sobriedad, o genialidad doblemente esencializada, de lo que ha de constituir al correr de los siglos en una de las normas fundamentales de nuestras grandes obras literarias, que bajo una aparente contención estética, encierran y se iluminan de una expresividad muy lúcida, y tanto de lenguaje, como de originalidad de tramas e ideas, cuanto de una imaginación asentada pero desbordante. Naturalmente me estoy refiriendo a las obras consideradas casi unánimemente como grandes obras maestras de nuestro correr y discurso literario. Léase, Garcilaso, Herrera, Fray Luis de León, Góngora, Quevedo, Gracián, Lope, Calderón, Flórez, Feijóo, Larra o Galdós.
En este mismo orden de ideas, el Conde Lucanor, del Infante Juan Manuel, se puede considerar como el antecedente inmediato, y me atrevería a decir que único, si nos atenemos al buen orden de medida, para la comparación fiel de una obra con otra, de la piedra de toque que presuponen los distintos géneros literarios. Y tomando además en consideración que la poesía y la prosa mal deslinde tienen en la valoración comparativa de dos obras literarias de creación, por más geniales y originales que ambas sean. Así, nos atendremos a este criterio de paralelismo o inmediatez de los géneros, y a entender, en consecuencia, El Conde Lucanor como el antecedente inmediato o de referencia elemental de La Celestina.
Lo primero que resalta, al margen de cualquier otra consideración, es la diferencia de proporcionalidad lingüística, o salto de lenguaje, y tanto como creación, cuanto consiguientemente en la esfera de la ambición y significación creativas, entre ambas obras. Si El Conde Lucanor aún respira y trasunta aires y visos de la lengua romance, aunque con la novedosa originalidad que le otorga un poso ya de sutilidades y recovecos de tersa o requebrada sustancia, y hasta amenidades de concisión e ironía que han de elevarse con posterioridad a una de las básicas categorías de las grandes obras literarias que en lengua castellana han sido, sin embargo se denota aún esa simplicidad, o primitivismo de progresión y fluencia, que son como el aura, aunque ya celeste, todavía ahormada y terráquea, como escrita a impulsos de un razonado corazón, como decimos, de la originaria lengua romance. Y todo ello, no dicho en desdoro o detrimento de la obra citada, cuanto como necesaria conformación de su novedad evolutiva y de su originalidad y singularidad creadoras, a fin también de que mejor nos valga y sirva de elemento decisivo, cuanto sorprendente, de comparación con la novedad y genialidad de la obra que nos ocupa, La Celestina, que irrumpe en la escena de nuestra trama o historia literaria como un suceso literariamente casi incalificable, incomprensible, como un volcán, o como una rosa de espíritu, hecha milagrosamente y de golpe volcán, como ahora veremos.
En el lenguaje de La Celestina, son de destacar los elementos siguientes:
1. Una exuberante riqueza de expresiones, tanto desde el punto de vista de las palabras utilizadas, como como de las relaciones de todo punto novedosas que a través de ellas se insinúan o expresan.
2. Una no menos nueva y original configuración expresiva, tal si se consiguiera a golpe de comunes y novedosas frases, profundizar con una naturalidad sorprendente en la esencia y alma del castellano. El lenguaje es utilizado en diversos y nunca gratuitos planos de expresión y significación, a saber: el coloquial o dialogado, el monólogo nunca ampuloso ni digresivo, el soliloquio como apartes psicológicos, morales y hasta de una elocuencia íntima que a su vez por contraste social, la ironía como herramienta de aproximación o distanciamiento del discurso nunca hasta entonces utilizado.
3. Una distribución del lenguaje en planos objetivos, y todos ellos a través únicamente del utilizado por los personajes que entre sí se caracterizan y dialogan: el coloquial, el confidencial, el apasionado, el sensual, el unívoco, el ambivalente, el usual, el depurado, el ambicioso, el temeroso, etc.
4. Una flexibilización o adaptación del lenguaje al modo o tipo característico de cada uno de los personajes: y así se reconoce tanto verbal como moralmente, el lenguaje común, bajo o popular, el lenguaje de las castas acomodadas, el lenguaje que pretende ser un remedo del de sus amos de los servidores, el lenguaje, compendio de todos, de Celestina, cual si los encerrase y compendiase en las retortas de tercería de de magia ancestral, de bruja visionaria y omnipresente, de sabia y de razón de lengua vieja, por lo de más sabe el diablo...
Pero es que además es que todo ello acontece en mitad de un páramo, como si discurriese de pronto y por arte de milagroso genio el lenguaje convirtiéndose en otro, con los mismos en apariencia elementos de conformación del lenguaje antiguo, y poniendo todo el arte de pensar y decir patas arriba.
Verdad es que nada puede nace y brotar de nada. Sería una contradicción, que incluso en los dominios del lenguaje y de sus distintas formas de comunicación y expresividad daría más en milagroso que espantoso quebranto, que en otra cosa. Y no me estoy con esto refiriendo a lo de, todo lo que no es tradición es plagio, sino a la inversa, todo lo que no es originalidad consecutiva, es disparate con su locura de todo es nada como grosor. Y en el intento de tratar de buscarle antecedentes señalados a la genialidad sobre la que nos hacemos lenguas de La Celestina, me inclino más hacia los orígenes de nuestra lengua, que hacia la inmediatez antecedente y consecuente de ella, quiero decir, que atisbo más relación de posible parentesco entre la expresividad inmanente del Fuero Juzgo, o de Las Partidas, y por supuesto del Cantar de Mío Cid, que en la poesía que hasta entonces se había escrito, a salvo, también, Gonzalo de Berceo, como sostendría nuestro querido e inefable Antonio Machado, digo, que más parentesco con el primitivismo de fanal austero, o mustio, si se quiere. O cuasiclerical, como el eco vuelto palabras del canto gregoriano, que con toda la producción literaria posterior. Bien cierto también que Antonio de Nebrija había escrito y publicado la primera gramática de una lengua romance, como lo es su gran Gramática del castellano, y posteriormente un diccionario latino-castellano de la misma. Indudablemente, ni un desierto presupone la razón del agua como oasis único, ni la sed puede confirmarse con ella y por ella exclusivamente. Y no menos ha de hacerse referencia, dada la condición e humanista de Fernando de Rojas, bachiller por Salamanca, aunque bachiller tentado por la historia del aire, pues la lengua sin ser en ningún caso una solitaria excepción, sí que puede iluminarse con imaginaciones desproporcionadamente incrédulas y abruptas, incrédulas, como es natural, para quienes miran con la boca de la envidia las obras ajenas, y con los ojos ciegos de la pura malquerencia a todo lo que no responda a copla de común hablar o cantar, y bachiller, téngase presente, que cuando publicó su Celestina contaba veinte y tres años de vida, y remato la idea, que se me fue por arte de tragicomedia, que ésa es otra, que ni comedia, ni tragedia, ni tragicomedia, ni barda de baratillo, obra maestra por donde se tiente y arrea, y nada más, y prosigo, que, de bachiller letrado, hubo de saber y conocer y hasta leer, a Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Menandro, Plauto, Terencio, Séneca, y hasta a Virgilio, Horacio y Ovidio, y no poco a Tucídides, Jenofonte, Lucano, Lucrecio, Marcia, y un largo carrete de etcéteras historietas, mas estas supuestas lecturas de anticipación letrada que notada, lejos de restarle grandeza a su obra, a la por siempre ya genial Celestina, la acorren y magnifican, pues no hay mejor oro de ley, que el que de ley por oro carece.
Lo dicho. La Celestina es una de las obras maestras de la creación literaria no solo en el ámbito del castellano, sino universal.
El propio autor bien que lo sabía, pues, aun celebrando las sombras del anonimato ante el exceso de gloriosa luz, pues toda demasía asombra, de la Santa Inquisición, improvisó ser poeta llano con nombre, lápida del genio, en acróstico vertical, en el prólogo de su inmortal obra, pues, pensaría y para sí se diría, preferible es la horma al zapato, cuando falta la soga de ambos pies. Y en ese mismo prólogo, como quien mira tiznando de otro tiempo el presente de gloria de su hablar, dice, refiriéndose a la argucia de un primer esbozo fortuitamente el cielo de los elegidos hallado, y del que, según algunos dicen, dice él, el genial creador, era de Juan de Mena, y según otros de Rodrigo de Cota, ¿les suena de algo?, digo yo, pero de quienquiera de fuere, dice el, el genial con todo el sentido acerado del genio, ¡Gran filósofo era! Y aun antes proclama: Y como mirase su primor, sutil artificio, su fuerte y claro metal, su modo y manera de labor, su estilo elegante, jamás en nuestra castellana lengua visto ni oído, leílo tres o cuatro veces. Y tantas cuantas más lo leía, tanta más necesidad me ponía de releerlo y tanto más me agradaba y en su proceso nuevas sentencias sentía.
Por último, decir que el mismo Cervantes, si no don Quijote por boca del castellano hidalgo, pues la lengua, en el infinito de su silencio más genial y expresivo se junta, en el prólogo de su no menos inmortal Don Quijote de la Mancha, y concretamente en los versos “Del Donoso poeta entreverado, a Sancho Panza y Rocinante”, expresa:


Soy Sancho Panza, escude
del manchego don Quijo;
puse pies en polvoro
por vivir a lo discre
que el tácito Villadie
toda su razón de esta
cifró en una retira
según siente Celesti,
libro en mi opinión divi
si encubriera más lo huma.



Dixit.



FIN

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